La historia de la Tierra es un relato fascinante que comenzó hace aproximadamente 4.500 millones de años, cuando los planetesimales formaron un solo cuerpo celeste a partir de una nube de gas y polvo estelar. Este proceso de origen planetario se vio acompañado por la aparición de cometas y meteoritos que trajeron consigo agua, un componente esencial para la vida. A medida que la Tierra se enfriaba, se formaron océanos y una atmósfera primitiva que facilitó la aparición de las primeras formas de vida, demostrando cómo las condiciones iniciales de nuestro planeta sentaron las bases para la biodiversidad que conocemos hoy. Sin embargo, esta historia de desarrollo y proliferación de la vida enfrenta una interrupción significativa 252 millones de años atrás, en el límite Pérmico-Triásico, que resultó en la extinción de una gran parte de las especies que habitaban la Tierra en ese momento.
Durante los mil millones de años que precedieron a esta extinción, la Tierra experimentó una diferenciación interna que la condujo hacia la formación de un núcleo, manto y corteza, llevando al desarrollo de la tectónica de placas. Estas placas tectónicas, a su vez, fueron fundamentales para la creación de Pangea, el supercontinente que se formó aproximadamente 100 millones de años antes del límite Pérmico-Triásico. El colapso de este supercontinente provocó una acumulación de calor en el interior, llevando a la inestabilidad cortical que culminó con una erupción volcánica masiva en lo que hoy conocemos como los Traps Siberianos, un evento geológico que sería crítico para entender las causas subyacentes de la extinción masiva.
La llegada de la vida a la Tierra fue un hito absolutamente crucial. Inicialmente, organismos unicelulares como las procariotas dieron paso a formas más complejas con la llegada de las cianobacterias, que comenzaron a liberar oxígeno en la atmósfera a través de la fotosíntesis. Este proceso transformó el planeta, incrementando el nivel de oxígeno y permitiendo la evolución de la fauna y flora. A finales del Proterozoico, la atmósfera comenzaba a parecerse a la actual, sentando las bases para la aparición de la fauna de Ediacara y posteriormente la explosión del Cámbrico. Así, el ecosistema terrestre comenzó a diversificarse explosivamente, con el surgimiento de nuevas formas de vida, desde plantas hasta animales complejos, establecidos firmemente tanto en océanos como en continentes.
La extinción masiva que marcó el límite Pérmico-Triásico no solo fue intensa, sino devastadora; se estima que alrededor del 90% de las especies marinas y el 70% de las terrestres se extinguieron en un período geológicamente breve. Esta catástrofe fue desencadenada por la actividad volcánica intensa que liberó enormes cantidades de dióxido de carbono y otros gases tóxicos a la atmósfera, alterando drásticamente el clima global. El efecto invernadero, provocado por estos gases, causó un aumento de las temperaturas que generó un ciclo destructivo que colapsó ecosistemas enteros. La superficie del mar se volvió anóxica y los hábitats terrestres fueron degradados, desatando una cadena mortal de eventos en la Tierra.
La recuperación del planeta tras la extinción fue un proceso prolongado y complejo. A pesar de que la actividad volcánica de los Traps Siberianos comenzó a disminuir, la vida tardó en regresar con fuerza; de hecho, hasta cinco millones de años más tarde se evidenció el inicio de dicha recuperación. Durante ese tiempo, la biodiversidad se redujo drásticamente y el paisaje de la Tierra cambió radicalmente, dando paso a lo que los paleontólogos denominan la ‘Fauna Moderna’. El impacto que tuvo esta extinción masiva se refleja en la diversidad de especies actuales, y continúa siendo un recordatorio de la fragilidad de los ecosistemas frente a cambios drásticos en las condiciones ambientales.
















